Adriana Amante es especialista en literatura argentina del siglo XIX y en literatura brasileña. Es profesora e investigadora de la Universidad de Buenos Aires, y dicta clases en la sede local de la New York University, en la Universidad Torcuato Di Tella y en la Universidad Tres de Febrero. Publicó Poéticas y políticas del destierro. Argentinos en Brasil en la época de Rosas, entre otros libros, y dirigió el tomo de Sarmiento de la Historia Crítica de la Literatura Argentina. Para este primer número de El Viento Común le pedimos que nos adelantara un fragmento de su estudio en proceso sobre el sitio de Montevideo, a propósito del viento sur que tenemos en común. Esteban Echeverría le da al pampero un lugar destacado en uno de sus principales poemas, Sarmiento lo piensa como dilema en sus ensayos, entre la naturaleza indómita y los sueños del desarrollo económico. Entre la poesía y la prosa, la sección “Pampero” de El Viento Común es un espacio dedicado exclusivamente al ensayo argentino.

Varias luchas se dan en el Plata, como la que entabla el río con el Pampero cuando lo azota, tema al que vuelve Esteban Echeverría en El ángel caído, ese poema incesante, principal desvelo del poeta, de escritura entrecortada por las intromisiones de la política que, a cierta altura, no hacen más que sacarlo de quicio al “enfermo de espíritu y de cuerpo” –como se conduele Sarmiento– que, en los límites de la ciudad sitiada de Montevideo, alterna o distribuye su pluma entre el deber que la hora le ha impuesto incluso a su pesar y el deseo de una poesía que no esté obligada a atarse a la coyuntura de la lucha contra Rosas, de la que nunca podrá deshacerse de todos modos y que será el paño de lágrimas que le permita ejercer su condición romántica del modo más acabado. ¿Cómo escribir, si “la asidua contracción al trabajo mental es imposible donde no se oyen continuamente más que los ayes de las víctimas y las vociferaciones sangrientas de los tiranos y de los verdugos”?, se lamenta Echeverría, en carta a Juan María Gutiérrez de junio de 1846. Sarmiento lo celebra como “el poeta de la desesperación” y al final de la carta de Montevideo de sus Viajes transcribe, de la cuarta parte de El ángel caído, el canto al Río de la Plata (fragmento autonomizable de la larguísima composición, que es una alabanza del río en boca de Don Juan): “Me place con el Pampero / Esa tu lidia gigante / Y el incansable hervidero / De tus olas a mis pies; / Y la espuma y los bramidos / De tu cólera soberbia, / Que atolondra mis sentidos, / Llevan a mi alma embriaguez”.

Echeverría abona el topos del espectáculo sublime de la naturaleza a fuerza de voluntarismo métrico y lugar común (estruendo, horror, consustanciación del yo atribulado con la agitación de esa otra “alma turbulenta”), en una forma de la reescritura de las escenas de tempestad del río y del océano que había ya diseñado en el plan en prosa para el Peregrinaje del Gualpo y en las Cartas a un amigo. Porque no son solo las aguas sino también los vientos que las agitan los que alimentan los temores de los viajeros y navegantes. Pero, no obstante los cantos que se le dedican, no es el pampero el azote más lamentado por los antirrosistas en el destierro, aunque de algún modo lo asimilan al férreo gobierno de un enemigo que los obliga a un peregrinaje que va repartiéndolos en diferentes orillas: las del Plata, en Montevideo; las del Atlántico, en Río de Janeiro; o las del Pacífico, en Valparaíso. Y si por atravesar desde el sudoeste la extensión llana y completa de la pampa, el viento toma su nombre de pampero, no debería llamar la atención que, metonimia que lo inunda todo, sea justamente esa pampa la que se imponga como la medida de todas las cosas, y entonces el Río de la Plata sea una superficie comparable a la de la llanura infinita sobre cuyo aterciopelado pasto puede lanzarse a caballo un jinete para despliegue de su goce. El río es como la pampa, entonces –compara Echeverría–, en una imagen invertida y más doméstica que la de los viajeros ingleses que, para explicarles a sus coterráneos qué era esa planicie insólitamente interminable, echaban mano de la imagen del mar con el fin de volverla inteligible. El pampero “echa el río sobre Montevideo y aleja y persigue las naves de comercio” –alerta Sarmiento– (y cómo tumba barcos se nota en alguna de las bellas acuarelas de Juan Manuel Besnes e Irigoyen). El “mal espíritu de estas regiones” produce crecidas que no le hacen bien al transporte fluvial de mercaderías, que es para Sarmiento el núcleo indispensable del desarrollo económico de la región, fundamental en una zona que poco hace por la navegabilidad de sus cursos de agua, cantinela de su plan político para la Argentina con la que marchará desde Facundo en adelante, cada vez que tenga ocasión, como otra batalla que tampoco está dispuesto a perder.

Buenos Aires, mayo de 2025

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