En esta contribución que nos envía Natalia Calcagno para El Viento Común, como especialista en economía cultural pone el foco en tres crisis que convergen al mismo tiempo sobre el desarrollo y las posibilidades de la cultura argentina contemporánea. La tecnología, la economía y la política son tres frentes que será necesario atender cuando se dé vuelta la taba si queremos salir del pantano a la mayor velocidad posible con políticas y medidas que fomenten la producción de música, libros, teatro, artes plásticas, cine, danza y cualquier otra expresión de la cultura argentina.
Son tiempos convulsionados. Deudas, proscripciones, estafas, campañas electorales, guerras, desastres ambientales y otras calamidades aquejan el día a día de nuestro país. Desde el análisis social, esta coyuntura compleja no es causal ni casual. Los procesos de cambio que atraviesa la sociedad no son uno a causa automática de otro, pero tampoco suceden casualmente, de forma independiente, al mismo tiempo. Hay correlaciones, situaciones que fuerzan o tensionan otras, procesos que empujan u obturan otros. De ahí que resulte un desafío importante, en este presente confuso, el lograr hacer diagnósticos de situación que identifiquen qué problemáticas se están desarrollando con más o menos conexión.
Vamos a detenernos desde esta perspectiva, en la producción cultural argentina, bajo el entendimiento que, la cultura, como generadora de identidad, de valores y de contenidos simbólicos que dan forma a la convivencia social, o, en otras palabras, la cultura como derecho humano de última generación, se sustenta en la diversidad de contenidos que genera la propia sociedad a la que pertenece. Y, en el capitalismo, la cultura se genera no desde la genial creación de un artista en su atelier en la buhardilla, financiado por un mecenas de la nobleza; sino por la maquinaria que se enciende, como cualquier sector productivo de la economía, pero en este caso para crear símbolos: letras, músicas e imágenes. Entonces, entender la situación productiva de las industrias y servicios culturales, es también atender a las posibilidades del pleno ejercicio de la cultura, la libertad de expresión, el derecho a la información y el ejercicio de un pensamiento crítico.
La crisis tecnológica
En Argentina actual la producción cultural está atravesando lo que denominaremos una triple crisis: económica, política y tecnológica. Empecemos por la última. Las tradicionales industrias culturales, que vivieron tiempos de esplendor en la segunda mitad del siglo XX, con el cine y el video, la televisión, la radio, los diarios y revistas, las editoriales y librerías, los discos y los recitales, se organizaron en subsectores culturales – el audiovisual, el editorial y el fonográfico – con sus cadenas de valor específicas, con estrategias de producción, serialización y distribución propias y con una marco regulatorio que establecía límites, derechos y obligaciones laborales, patronales, impuestos, subsidios, exenciones impositivas y, específicamente para todas estas actividades culturales, la obligatoriedad de adecuarse a la Ley 11.723, de Propiedad Intelectual, lo cual básicamente se instrumentó a partir de la labor de diversas sociedades de gestión de autores y compositores, como SADAIC o Argentores.
Esa producción cultural está hoy en peligro de derribo. Ya no quedan discos, en los hogares cuesta encontrar un diario viejo para encender un asado y seguramente muchos jóvenes no sepan qué es un casette o qué hacer con un VHS. Pero todavía vive, a lo tumbos, la industria audiovisual; la editorial subsiste como puede y existe una formidable red de espacios culturales para ofrecer espectáculos de teatro o música en vivo con sus grandes estadios y sus pequeñitos bares a la gorra. Las radios y los canales de TV son poquitos respecto a esas épocas, el share y el rating son un chiste al lado de las mediciones de treinta años atrás, pero ahí están. ¿Qué pasó? Todo cambió cuando en la segunda década del siglo XXI se masificaron por su precio accesible los teléfonos inteligentes, conocidos como smart phones. Estos dispositivos móviles tenían la “inteligente” capacidad de transmitir, además de llamadas o mensajes de texto SMS, datos a través de la conectividad por fibra óptica y el WIFI. Y entonces hubo un terremoto en la industria cultural tradicional. Se alteraron las estructuras, los andamiajes, los lenguajes, las miradas, los modos de creación y acceso. Llegó la cultura digital.
Proliferaron entonces contenidos digitales, mayormente de baja calidad y factura artesanal, mientras que aquellos de mayor calidad técnica se concentraron en unas pocas plataformas que comenzaron a aglutinar la oferta más buscada. La distribución pasó a estar en manos de empresas de telecomunicaciones, proveedores de internet y plataformas de pago. Y las regalías y pagos por derechos de reproducción y de autor, pasaron a ser contratos entre particulares sin regulación que las ampare.
De esta manera, en la era digital, los contenidos culturales migraron de bienes – libro, disco o VHS – a servicios – básicamente, plataformas – , pero también de productos finales a datos para alimentar la economía digital. Valga aclarar que se trata de una economía que, para existir, necesita de los datos tanto como la industria requiere de la energía para encender sus máquinas. En suma, una industria cultural en decadencia y una economía cultural digital que crece silvestre, sin reglas, estructuras ni organizaciones que la sostengan, como hasta hoy, en términos de producción cultural nacional.
La crisis económica
Es el momento de observar este fenómeno desde el punto de vista económico. Como decíamos, este vertiginoso pase a servicios / datos no se produjo de manera planificada ni organizada para que la producción cultural se adaptase a esta extraordinaria innovación tecnológica. No hubo aún una adecuación conceptual, regulatoria ni procedimental ante la revolución digital. Como consecuencia de ello, la cultura en su dimensión económica se encuentra hoy ante una paradoja: se retraen los ingresos que genera, disminuyen y se precarizan los puestos de trabajo, mientras crece, como nunca en la historia, el consumo de contenidos culturales. ¿Cómo es eso?
Según la serie histórica disponible de la Cuenta Satélite de Cultura que publica el SINCA y el INDEC anualmente , así como en las estadísticas de la Cámara Argentina del Libro (CAL) respecto al registro de ISBN de libros, la información del INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales) respecto a películas estrenadas y espectadores, entre otras fuentes de información, es posible verificar que en los últimos años se imprimieron menos ejemplares de libros, se estrenaron menos películas, se grabaron menos álbumes de música y se hicieron menos espectáculos en vivo que entre 2007 y 2012, cuando en Argentina se registraron récords históricos de producción cultural en todos sus sectores.
Desde 2013 hasta ahora, la población creció y se incrementó sensiblemente en todos los segmentos de población, según la última encuesta nacional de consumos culturales, el tiempo dedicado a estos consumos así como la cantidad de contenidos culturales a los que se accedió. Con la convergencia digital, baja el consumo de lo tangible – los discos, los libros, los videocasetes o DVDs – y sube lo intangible, primero a través del celular, tal como se puede ver en la ola 2017 de la Encuesta nacional de consumos culturales y luego, en 2022, con su majestad, las plataformas.
El punto a destacar aquí, el nudo de esta situación, es que no creció la producción de la mano del consumo. Y no es porque ahora el consumo cultural es gratuito. Al contrario, para poder sostener el ritmo de acceso permanente a contenidos culturales es necesario realizar pagos regulares y fijos de una importante variedad de abonos (mucho de los cuales se giran al exterior, en dólares) que configuran una suerte de canasta de conectividad indispensable para acceder a esas creaciones. El tema es que ese ingreso económico que se genera para garantizar la conectividad y el acceso no se invierte en la generación de nuevos contenidos, o solo lo hace de manera marginal. Todo, o casi, se reproduce en el ámbito de las telecomunicaciones y otras empresas TIC como las que producen celulares o televisiones, los proveedores de servicios de internet y TV paga, las plataformas OTT y aquellas que venden datos y publicidad a partir de las interacciones de los usuarios.
Este desvío del ingreso que se genera para acceder a contenidos culturales, pone en riesgo la sostenibilidad de la cultura argentina como actividad económica pujante y creadora de empleo calificado con alto valor agregado. En otras palabras, la realización económica de la producción cultural está transitando una crisis, en medio de una formidable oportunidad para circular contenidos culturales argentinos.
Pero si algo caracteriza a este fenómeno de la convergencia digital, la expansión de las plataformas mundializadas y la conectividad masiva, es la concentración. De los ingresos, de los contenidos, de la acumulación de datos. Y eso sucede porque, como se ha dicho tantas veces, la tecnología no es neutral. El despliegue tecnológico de la digitalización masiva de las últimas décadas se organizó a partir de una lógica de mercado – que dicho sea de paso, todavía no termina de funcionar – basada justamente en la posibilidad de concentrar sectores, eslabones de las cadenas de valor de la producción, contenidos y datos. Ahí, en esa hiperconcentración se encuentra la ganancia, de eso se tratan las plataformas, son espacios que al concentrar todo allí, eliminan la competencia y se vuelven casi los únicos oferentes de un servicio y únicos recopiladores de contenidos, interacciones, usuarios y datos. Con la monopolización, la rentabilidad se pone interesante.
Pues bien, desde una mirada de justicia social, debemos señalar que esta manera de organizar la economía digital afecta muchos derechos. Por señalar solo algunos, el de privacidad, la libertad de expresión, de propiedad intelectual, de diversidad cultural, de acceso a la información, de tributación, de competencia económica, derechos laborales, en fin, de todo tipo y color. La “plataformización” es una oportunidad maravillosa para acceder y circular, pero así como está organizando, afecta derechos humanos, civiles y libertades.
La crisis política
Este panorama de una amplia gama de derechos vulnerados en el ámbito digital se cruza en nuestro país, casi podría decirse que se choca, con la tercera crisis, la política, que consiste lisa y llanamente en una cruzada oficial anti derechos y anti Estado del gobierno nacional. En efecto, desde el presidente, pasando por funcionarios y legisladores, se declara la decisión de librar una “batalla cultural”. Probablemente con el afán de eliminar los contenidos nacionales (que favorecen la identidad, el sentido de pertenencia, y el orgullo nacional), el gobierno propone arrasar con la estructura productiva de contenidos argentinos. Así, suprime o desfinancia entes nacionales de promoción cultural (como el INCAA, el INT, el FNA, la Conabip o la Biblioteca Nacional), e intenta derogar o restringir leyes que regulan la actividad cultural y protegen los contenidos nacionales y diversos, como la ley del Libro, la ley de Defensa de la Actividad Librera, la Ley del Teatro, la de Protección de Inmuebles Teatrales, la ley de Argentina Digital o la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Lesiona derechos, destruye mercados (culturales en este caso), ignora oportunidades productivas y ataca la cultura.
De esta manera, a la alerta por derrumbe que generó el temblor de la convergencia digital, se suma ahora el huracán arrasador de derechos y entramados productivos culturales. La innovación tecnológica sin planificación estatal, conjugada con la política nacional anti cultura y anti Estado lleva a una situación de crisis multidimensional que requiere ser entendida y analizada en su particular contexto, para a partir de ello, generar una prospectiva que tenga como objetivo sostener a la cultura argentina como actividad económica pujante, como derecho humano en plena vigencia y como expresión de soberanía.
Buenos Aires, julio de 2025