Dardo Scavino nació en Buenos Aires en 1964. Desde hace años vive en Francia, donde es profesor universitario en las ciudades de Versalles y Pau. Filósofo, ensayista y crítico literario estudia los relatos de las gramáticas políticas desde la independencia al mundo contemporáneo, con el oído atento a las variaciones de los conceptos de las teorías políticas que provienen de la antigüedad clásica. Entre sus últimos libros de una obra de más de quince títulos, figuran: Máquinas filosóficas. Problemas de cibernética y desempleo (2022), El sueño de los mártires. Meditaciones sobre una guerra actual (2018, premio Anagrama y Ciudad de Barcelona) y Las fuentes de la juventud. Genealogía de una devoción moderna (2015). En esta contribución especial para El Viento Común, motivado por el nombre de nuestra revista, pone el foco sobre la actual condición de la política que pareciera haber dejado atrás la idea elemental del bien común de la mano de los gobiernos plutocráticos.
Aristóteles iniciaba su Política asegurando que cualquier comunidad “se constituye con vistas a un bien porque los humanos siempre actúan para obtener algún bien”. Resultaba claro, en consecuencia, que “si todas las comunidades apuntan a un bien, la comunidad más elevada y que engloba a todas las demás, también apunta, más que cualquier otra, al más elevado de los bienes”. Esta comunidad es, por supuesto, “la polis o la comunidad política”, y el bien más elevado que busca es lo que solemos llamar “bien común”. De donde se infiere que la política no se dedica a defender los bienes particulares sino ese bien general.
Durante siglos, la política se entendió así, sin importar si se trataba de regímenes monárquicos, aristocráticos o democráticos. Las tiranías, las oligarquías y las demagogias traicionaban, en cambio, este principio: en nombre del bien común, defendían un bien particular. Hasta que los discursos liberales introdujeron una curiosa inflexión en la posición aristotélica. Recordemos un ejemplo tardío. Entre el 15 y el 19 de noviembre de 1981, los miembros de la sociedad Mont Pèlerin se reunieron en Viña del Mar para debatir acerca de nuestro futuro. Aunque la mayoría eran economistas −como ocurría con su presidente, el austríaco Friedrich Hayek, y uno de sus vicepresidentes, el norteamericano Milton Friedman− abordaron sobre todo cuestiones de índole política. Entre las exposiciones, se destacó una de James Buchanan: “Democracia limitada e ilimitada”. En la “democracia ilimitada”, explicó, los ciudadanos deciden cuáles son las mejores leyes para defender el bien común. En la “democracia limitada”, en cambio, esta defensa se deja en manos de los mercados: porque, siguiendo el credo liberal, la libertad de los individuos para defender sus intereses egoístas terminará beneficiando el interés general y el “intervencionismo” político evita que este proceso llegue a feliz término.
Buchanan propone entonces adoptar una “democracia limitada”, lo que significa: suprimir la democracia política y dejar exclusivamente la democracia económica, o sea, el libre mercado. Con la anuencia de Hayek y Friedman, el general Augusto Pinochet no estaba haciendo otra cosa. Llamar “democracia” a un gobierno sin soberanía popular puede resultar sorprendente, pero es la “libertad” que proponían estos nuevos liberales. Si los vecinos de una región se oponen en asamblea a la instalación a una mina a cielo abierto porque prefieren preservar las napas freáticas de donde proviene el agua que consumen, están coartando la libertad económica de una compañía minera que, a la larga, según ellos, traerá aparejada la “prosperidad” de la región . Y si se oponen a la fumigación con glifosato de los campos de soja transgénica porque tratan de salvaguardar el equilibrio del ecosistema en que viven, atentan contra la “libertad” del agronegocio y el “progreso” del país. Si los vecinos de una ciudad proponen leyes que regulen el mercado de la vivienda, porque los turistas hacen subir los alquileres y los vuelven inabordables para los trabajadores locales, atentan contra la “libertad” de los propietarios para firmar un contrato con quien se les dé la gana, ganas que −no sé sabe muy bien cómo− terminarían haciendo bajar el precio de esos alquileres.
Esta sustitución liberal de la deliberación democrática por la “mano invisible del mercado” se hacía todavía en nombre de aquella finalidad aristotélica: el bien común. No importaba que el gobierno fuera una dictadura como la de Pinochet o Videla si defendía los intereses egoístas, dado que el egoísmo de cada uno terminaría favoreciendo el bienestar general. La teoría del “derrame” fue una de las últimos avatares de este alucinante relato. Pero después de sus palmarios fracasos, una nueva generación de liberales, que podríamos tildar de “cínicos”, abandonó esta narración. El libre mercado no favorece a todo el mundo sino a unos pocos, pero la vida es así: están los ganadores y los perdedores, los winners y los losers, los Elon Musk y los trabajadores obligados a dormir en sus coches porque sus salarios no alcanzan para pagar un alquiler.
El Estado ya no será más un espacio de deliberación ciudadana acerca del bien común sino una agencia policial que limita, por un lado, la libertad de esos ciudadanos y protege, por el otro, la libertad de los propietarios. Los viejos fascistas y los nuevos libertarians comparten esta postura: ambos reducen la política a la policía y por eso transmutan los debates democráticos en consideraciones policiales acerca de la integridad o la corrupción de las figuras políticas. “Cree el ladrón que todos son de su condición”, dice el refrán: la política desaparece en favor de la policía porque el pesimismo antropológico de fascistas y libertarians trata a los animales políticos capaces de deliberar acerca del bien común como a fieras capaces de robar o matar al prójimo para satisfacer su egoísmo.
Los losers de la era Thatcher podían llegar a adoptar el relato liberal porque estaban hartos de la incompetencia o la venalidad de sus representantes y pensaban que el laissez faire terminaría traduciéndose en beneficio general. Carlos Menem había hablado de una “economía social de mercado” y, después de la Caída del Muro, muchos creyeron que funcionaría. El riojano se presentaba como un liberal de los medios y un peronista de los fines. ¿Pero por qué los losers de hoy adoptan ese relato que defiende a los winners y los deja sin vivienda ni salud ni educación ni porvenir? ¿Por qué prefieren la sustitución de la política por esa combinación de mercado y policía? Me da la impresión de que Buchanan y los suyos nunca se imaginaron que esto pudiese ocurrir y se esperaban tener que seguir golpeando las puertas de los cuarteles para “limitar” la democracia. Pero que después de las catástrofes económicas de 2001 en Argentina y de 2008 en Estados Unidos los plutócratas ganen las elecciones populares, es el inextricable misterio que debemos develar si queremos construir un proyecto en el que las decisiones acerca del bien común no dependan del juego de los mercados sino de la deliberación política.
Buenos Aires, agosto de 2025